Crías a un inseparable para que te dé cariño –desde su etapa de papillero, recién nacido–, le dedicas horas y horas de juegos y mimos, y cuando ya forma parte de tu vida un día ve una ventana abierta y se va para no volver jamás dejándote una jaula vacía y una soleá en el corazón. Ni siquiera te deja una nota en la puerta del frigorífico dándote una razón de por qué decide irse a hacer su vida, sin medir las consecuencias, sin pensar en qué va a ser de ti sin sus picotazos en las orejas y en los dedos de los pies o sin esos pitidos que te despiertan siempre al amanecer con una sonrisa de oreja a oreja. No sé por qué le llaman inseparable al agapornis si siempre acaban por dejarte tirado como una colilla. Tendrían que haber visto llorar a un tío de casi dos metros y más de cien kilos de peso que se creía duro como una roca y que es un consumado maestro de las separaciones. Desvelado por las noches, esperando su regreso, entristecido y sin ganas de comer. Mirando todo el día por la ventana del despacho a ver si aparecía por algún tejado. Si ya era dura la soledad no les cuento cómo fue cuando Castañuelas decidió emanciparse. Esta noche repasaba algunos archivos y me he encontrado toda una carpeta de fotos suyas. Y me he preguntado qué sería de él, si encontraría compañera, si tendrían agapornitos, si vive aún o acabó en la barriga de algún gato o en la sartén de un vendedor de seguros en paro. Empiezas a envejecer cuando un día recuerdas que un simple pájaro de colorines, tuneado, te dejó el recuerdo imborrable de una hermosa relación. ¡Un pájaro, joder!
Escribir comentario