Muy pocos saben que soy un buen cocinero, además de un comilón empedernido. Esto lo sabe más gente. Descuartizar un pollo o limpiar una merluza es algo que me gusta tanto como escuchar una soleá de Tomás Pavón o leer a Cortázar. Cuando era niño le pedía de rodillas a mi madre que me dejara ayudar en la cocina, pero se negaba en rotundo con el argumento de que iba a ser el cachondeo de los vecinos. “Van a pensar que eres mariquita”, dijo alguna vez. Nunca me dejó hacer ni un huevo pasado por agua. Cuando tuve que irme a vivir solo por aventuras de la vida, confieso que pasé las de Caín con los peroles y las ollas.
El primer día se me ocurrió hacer una olla de caracoles, casi nada. Compré los babosos en el mercado de abastos de Marqués de Pickman y los dejé dos días comiendo hinojo y harina, que es lo que se suele hacer para que suelten la tierra a través de la caca. Mi generosidad en la alimentación consiguió que defecaran más de la cuenta y la cacerola desprendía un olor infernal. El siguiente paso fue lavarlos muy bien con abundante sal y vinagre y ponerlos en el fuego para que asomaran los cuernos animados por la suave luz de la campana.
Les puse un fuego muy lento y bajé a comprar las especias para la muñequilla. Tardé una hora, como mínimo, porque me encontré con un viejo amigo y tomamos unas cañas. Cuando llegué a casa y abrí la puerta descubrí que había caracoles hasta en las lámparas y que se habían organizado en ejército para aniquilarme, supongo que en venganza por intentar hervirlos vivos. La mayoría de ellos tenían los cuernos retorcidos y algunos se hacían el boca a boca. Los bichos estaban por todo el piso y comenzaron a pegarse a mi cuerpo, en las piernas, en los brazos, en el cuello; los más aguerridos taponaron mis fosas nasales y otros acabaron en la garganta.
Cuando comencé a entrar en esa especie de túnel que suele verse a las puertas de la muerte, desperté de la horrible pesadilla empapado en sudor y estaba tendido en el sofá a la espera de que los moluscos asomaran del todo los pitones para aumentar un poco el fuego y conseguir engaitarlos como mandan los cánones de la gastronomía arahalense. Entré en la cocina y cuál no sería mi sorpresa cuando descubrí que los caracoles se habían escapado por la ventana y me habían dejado una nota pegada con un imán en la puerta del frigorífico: “¿Pero tú no eras crítico de flamenco, cabronazo?”
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