Anoche me quedé en casa, como todas las del año –o casi todas–, pero decidí poner la radio para seguir un poco entre cabezadita y cabezadita la Madrugá sevillana. Acabé asqueado, sinceramente, con tanto programa casposo de esa Sevilla que nunca me gustó y de la que me alejé hace años, en cuanto pude. Escuché algunas saetas en directo y no daba crédito alguno a lo que oía. No en la calle, de esas espontáneas, sino en los balcones, cobrando o sin cobrar, qué más da eso, aunque al que cobra sin saber cantar deberían encerrarlo en una mazmorra y destruir la llave. Y en Sevilla, desgraciadamente, es cada año más frecuente eso de escuchar a saeteros malos y a saeteras peores todavía. ¡Al Gran Poder, por Dios, que ni Bach que resucitara valdría para ponerle música a tamaña obra de arte! Si a esto unimos la basura que se ve por las calles del centro de la ciudad y las estampidas de anoche, es para llorar. ¡Ay, Sevilla! Me costó dormir, una vez que había decidido apagar la radio, o sea, la caspa, para soñar con aquellos saeteros del tiempo de mis abuelos y aquella Sevilla de no hace más de cuarenta años, cuando, viviendo en ella, el hecho de despertar cada mañana era un espectáculo.
2 Comentarios
Lo de los saeteros clama el cielo. Entre alargar el cante a base de ahogar la propia música, la mitad que no vocalizan y que empiezan en un tono y terminan tono y medio mas pa allá es para darle un ciriazo en la cabeza a mas de uno.
Muy de acuerdo, Juan María. Gracias.
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