De niño ya quería ser escritor, poeta, periodista, contador de historias. En mi casa había pocos libros, el de Familia, algunas novelas de vaqueros de mi abuelo y un puñado de tebeos. Solo escuchaba la música que salía de la radio, una Telefunken con traje de volantes hecho de croché. Como vivía en un pueblecito sin cine, Palomares del Río, las películas las veía en la televisión, un Inter de doble pantalla que mi madre compró a plazos.


Un día, viviendo ya en Sevilla, un cantaor de taberna me partió el alma con dos o tres fandangos y descubrí el maravilloso mundo del flamenco, el cante, la poesía, las coplas, la guitarra, el pellizco, el duende, el misterio. Ese día entendí que mi vida tendría algún sentido si la vivía a compás, cantando, bailando, tocando la guitarra o, simplemente, escuchando.
Luego, con la herida del sentimiento ya en carne viva, como la de una cornada, sentí la necesidad de escribir, de contar lo que sentía, de echar fuera el zumo de la pasión. La frustración por no poder ser cantaor, por falta de duende, me animó a matar el gusanillo en la crítica flamenca, y eso es lo que soy, crítico de flamenco, autor de una docena de biografías sobre artistas que murieron pobres y olvidados, aunque a compás.
Trabajo en El Correo de Andalucía, donde llevo la friolera de 34 años, ejerciendo de crítico y columnista de opinión. Lo demás os lo iré contando día a día.